Cristo, la piedra angular
La Presentación del Señor presagia tanto el dolor como la alegría
“Señor, ahora despides a este siervo tuyo, y lo despides en paz, de acuerdo a tu palabra. Mis ojos han visto ya tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz reveladora para las naciones, y gloria para tu pueblo Israel” (Lc 2:29-32).
La lectura del Evangelio (Lc 2:22-40) de hoy, fiesta de la Presentación del Señor, narra la historia de Simeón y Ana, dos judíos fieles que en su vejez tuvieron la bendición de presenciar la obligada presentación ritual del niño Jesús a Dios en el Templo.
Puede decirse que Ana y Simeón representan al pueblo de Israel que esperaba desde hacía tiempo la llegada del Mesías, pero, como lo demuestra la oración de Simeón, también representan a toda la humanidad (“todos los pueblos”) para la cual Jesús es “luz reveladora para las naciones, y gloria para [el] pueblo [de Dios] Israel” (Lc 2:31-32).
La fiesta de la Presentación en el Templo ilustra el principio del “tanto y el como” que es una característica fundamental de la fe católica.
El niño Jesús es a la vez el Hijo de Dios y el Hijo de María. Él es tanto el cumplimiento de la promesa de Dios a Israel (el pueblo elegido) como el Salvador de todas las naciones y pueblos del mundo (las naciones). Jesús nunca puede quedar encasillado o restringido por nuestra propia comprensión. Como Hijo único de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad, Jesús es siempre más de lo que esperamos: es a la vez Dios y hombre, y su mera presencia es transformadora para todos los que están abiertos a su poder salvador.
Ana y Simeón son dos personas que han abierto su mente y su corazón a Dios sin saber lo que eso podría significar para ellos. El tiempo que pasaban en el Templo mientras esperaban al Mesías implicaba silencio y oración para prepararse a reconocer y acoger el momento.
Algunos podrían decir que estaban perdiendo el tiempo al esperar en el Templo algo (o a alguien) que no entienden.
Simeón expresa un punto de vista diferente; da gracias a Dios por haberle concedido el privilegio de presenciar el acontecimiento milagroso y revelador que se está desarrollando ante sus ojos. Le pide a Dios: “Señor, ahora despides a este siervo tuyo, y lo despides en paz” (Lc 2:29) porque considera que se ha cumplido el propósito de su vida.
Ana se siente igualmente asombrada: da gracias a Dios, e inmediatamente comienza a evangelizar al hablar “del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2:38). Estos dos ancianos testigos son a la vez judíos fieles y precursores de los discípulos misioneros de Jesucristo, que proclamarán su Evangelio hasta los confines de la Tierra.
Ana y Simeón son testigos proféticos que comprenden que lo que ocurre en ese momento—el cumplimiento de la ley relativa a los hijos primogénitos—tendrá poderosas consecuencias en el futuro. El niño será un signo de contradicción para muchos. Trastocará el statu quo e inaugurará una era radicalmente nueva en la historia del mundo. Simeón también profetiza que una espada atravesará el corazón de María, lo que la convertirá tanto en Nuestra Señora de los Dolores como la Reina de la Alegría Eterna.
Esto es la realidad del “tanto y el como” que caracteriza al discipulado cristiano. El único camino hacia la paz y la alegría eterna es a través de la Cruz de Cristo. Jesús aceptó su sufrimiento y su muerte porque era la voluntad de su Padre. María también aceptó sus muchas penas porque confiaba en el amor de Dios por ella. Así, tanto el dolor como la alegría están presagiados en la Presentación del Señor en el Templo.
La primera lectura de la fiesta de la Presentación del Señor (Mal 3:1-4) contiene las palabras del profeta Malaquías:
El Señor, a quien ustedes buscan, vendrá de manera repentina, lo mismo que el ángel del pacto, en quien ustedes se complacen. Sí, ya viene. El Señor de los ejércitos lo ha dicho. ¿Pero quién podrá resistir cuando él se presente? (Mal 3:1–2).
El niño pequeño que hoy se ofrece a Dios en el Templo regresará con poder purificador y fuego refinador (Mal 3:1-4) y limpiará el Templo de todos los abusos y, cuando sea destruido, lo levantará de nuevo en tres días con su propio cuerpo (Jn 2:19). ¿Estamos preparados para él? ¿Podremos “resistir cuando él se presente”? (Mal 3:2).
La Iglesia nos ofrece el Cántico de Simeón (el Nunc Dimittis) como parte de nuestra oración nocturna o Completas. Tras un examen de conciencia, se nos invita a desprendernos de las alegrías y las penas de hoy y a pedir a Dios que vele por nosotros durante la noche.
Al celebrar la Presentación del Señor este fin de semana, proclamemos a Jesús con nuestras palabras y acciones a todas las naciones y pueblos del mundo. †