Cristo, la piedra angular
Una meditación sobre las siete últimas palabras de Cristo
“Desde el mediodía y hasta la media tarde toda la tierra quedó sumida en la oscuridad, pues el sol se ocultó. Y la cortina del santuario del templo se rasgó en dos. Entonces Jesús exclamó con fuerza:—¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, expiró” (Lc 23:44-46).
La fecha de publicación de esta columna es el 15 de abril, Viernes Santo. Con motivo de este día sagrado, a continuación les ofrezco una meditación sobre lo que tradicionalmente se conoce como “las siete palabras” que pronunció nuestro Señor mientras moría en la cruz. Hay diferentes versiones de esta devoción, pero las expresiones que se citan a continuación se encuentran en uno o más de los relatos de la Pasión que se narran en los cuatro Evangelios.
Primera palabra: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Hay un viejo dicho que reza: Errar es humano. Perdonar es divino. El perdón es una de las cosas que diferencia a nuestro Dios de todos los demás dioses porque aunque fue tratado de la manera más cruel e injusta, y sufrió la muerte más dolorosa y humillante imaginable, Jesús reveló su divinidad en su voluntad de perdonar a aquellos (incluidos a todos nosotros) que fueron responsables de su Pasión y muerte.
Segunda palabra: Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Cristo cargó con los pecados del mundo por una razón: salvarnos a todos del poder del pecado y de la muerte, para que podamos estar unidos a él para siempre en el cielo. El delincuente que fue crucificado con Jesús, y que le pidió a Cristo que lo recordara cuando entrara en su reino, nos representa a todos, pues todos somos el motivo de la crucifixión; pero si nos arrepentimos y creemos en él, cuando llegue el momento, Cristo nos acogerá en nuestro hogar celestial.
Tercera palabra: Mujer, ahí tienes a tu hijo; ahí tienes a tu madre.
Desde la cruz, Cristo nos entregó dos regalos: el primero, y sobre todo, se entregó a nosotros y así conquistó la redención y la seguridad de la vida eterna con él. El segundo fue el incomparable regalo de su propia madre, María, quien ahora es nuestra madre, la tierna y cariñosa defensora que nos acompaña en el camino de la vida. María nos inspira, nos reconforta y nos hace partícipes de su valor y fidelidad. ¡Qué obsequio tan maravilloso! ¡Qué maravillosa oportunidad para celebrar su bondad y constancia!
Cuarta palabra: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Sabemos que ni el Padre ni el Espíritu Santo abandonaron a Jesús al momento de su muerte, pero es fácil comprender que su naturaleza humana, agobiada por el conocimiento de los pecados de toda la humanidad (pasados, presentes y futuros) sintiera que Dios lo había abandonado. Que nunca perdamos de vista cuánto se sacrificó nuestro Redentor por nuestra salvación; no solamente sufrió un dolor físico insoportable, sino que su angustia mental y emocional debieron de ser inimaginables. Señor, ten piedad de nosotros, los pecadores.
Quinta palabra: Tengo sed.
La sed que aquejaba a Jesús era más que la necesidad de hidratación de su cuerpo humano. Era también el anhelo de su naturaleza divina de que toda la humanidad se reconciliara entre sí y con Dios. En la cruz, Cristo ansiaba la paz y la justicia, el amor y la misericordia. Tenía sed del consuelo de Dios derramado sobre todas las facciones beligerantes y los pueblos egoístas de la Tierra. Y este sigue siendo su anhelo ya que continuamos pecando y en pie de guerra.
Sexta palabra: Todo está cumplido.
La obra que Jesús vino a realizar como Emmanuel (“Dios con nosotros”) se logró mediante su Pasión, muerte y resurrección. Cada uno de nosotros está invitado a participar íntimamente en la obra redentora de Jesús al negarnos a nosotros mismos, tomar nuestras respectivas cruces y seguirlo. Somos bendecidos no solamente por ser beneficiarios de la acción salvadora de Cristo, sino también por ser sus discípulos misioneros llamados a anunciar al mundo entero a este mismo Jesucristo crucificado por nosotros.
Séptima palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Al final de la vida, a cada uno se nos pedirá que imitemos a Jesús y nos entreguemos (en cuerpo y alma) a Dios. No podremos guardarnos nada, ciertamente no nuestras posesiones materiales, pero tampoco nuestros pensamientos ni emociones ocultos. Entregaremos todo y rendiremos cuentas de todo. Gracias a Dios, Jesús es misericordioso y justo. ¡Que tengamos la misma seguridad y confianza que tuvo Jesús cuando encomendemos el espíritu al Padre!
Que tengan un bendecido Viernes Santo y ¡feliz Pascua para todos! †