Cristo, la piedra angular
Cristo viene a nosotros cuando lo compartimos con los demás
“Pero ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1:43).
El anhelo de tener un Salvador, algo que experimentamos más intensamente durante el Adviento, surge de nuestros corazones atribulados. Vivimos tiempos difíciles, y a pesar de nuestras muchas bendiciones como personas elegidas por Cristo para ser sus discípulos misioneros, a menudo nos sentimos ansiosos y temerosos. Sabemos que nuestro Señor vino al mundo hace 2,000 años, y sabemos que ahora está presente en su Palabra, en los sacramentos (especialmente en la Eucaristía) y allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Vemos a nuestro Salvador en los rostros del prójimo, especialmente en los más necesitados. Y, sin embargo, anhelamos su regreso.
Las lecturas de las Escrituras del cuarto domingo de Adviento nos aseguran que la venida del Señor nos dará consuelo, curación y esperanza a todos, pero especialmente a los que más lo necesitan.
En la primera lectura, el profeta Miqueas afirma que: “Él se mantendrá de pie y los apacentará con la fuerza del Señor, con la majestad del nombre del Señor, su Dios. Ellos habitarán tranquilos, porque él será grande hasta los confines de la tierra. ¡Y él mismo será la paz!” (Mi 5:3-4). Cristo, nuestra paz, pondrá fin a todo lo que nos separa de los demás y de él.
El salmo responsorial expresa nuestro anhelo: “Pastor de Israel, tú que guías a José como a un rebaño, tú que reinas entre los querubines, ¡escúchanos! ¡Muestra tu poder, y ven a salvarnos! Restáuranos, oh Dios; haz resplandecer tu rostro sobre nosotros, y sálvanos” (Sal 80:1-2). La respuesta del salmo (Señor, haz que nos volvamos a ti, que veamos tu rostro y nos salvemos) nos recuerda que no somos simples espectadores pasivos en la venida del Señor. Para ser capaces de experimentar su poder salvador, debemos dirigirnos a él, y ver su rostro en los demás.
La segunda lectura de la Carta a los Hebreos destaca el propósito pasado, presente y futuro de la venida del Señor. “He venido, oh Dios, a hacer tu voluntad» (Heb 10:7), dice, y, según explica la carta, “en virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre” (Heb 10:10). El salvador que anhelamos viene a hacer la voluntad de su Padre y al adherirnos a esa misma voluntad nos salva de todos nuestros miedos; nos hace libres.
La lectura del Evangelio del primer capítulo de Lucas ilustra cómo la venida del Señor puede transformarnos de personas tímidas, temerosas y centradas en sí mismas en mujeres y hombres dedicados al prójimo. María abre su corazón y le dice “sí” a la voluntad de Dios para ella. A continuación, emprende inmediatamente un difícil viaje para dar consuelo, curación y esperanza a Isabel, la madre de Juan el Bautista, de quien San Lucas nos dice que “saltó de alegría” (Lc 1:41) cuando aún estaba en el vientre de su madre. Dos niños no nacidos, Jesús y Juan, se encuentran por primera vez como resultado de la decisión de María de consolar a su prima en un momento de tribulación.
La respuesta de Isabel, “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1:42), resuena a lo largo de dos milenios como la oración devocional de los cristianos que reconocen a María como la madre de nuestro Salvador, Jesucristo. Decimos estas palabras ahora porque confiamos en que María nos ayudará a preparar la venida del Señor, y en que su “sí” a la voluntad de Dios es la clave de nuestra capacidad para encontrarlo, ahora y en el futuro.
Mientras nos preparamos para la Navidad, recemos con las palabras del profeta Isaías:
“¡Destilen, cielos, desde lo alto! Nubes, hagan llover justicia! ¡Que se abra la tierra de par en par! ¡Que brote la salvación!” (Is 45:8).
Que nuestro ferviente deseo de que Jesús vuelva nos haga recordar que cada uno de nosotros desempeña un papel importante a la hora de ilustrar a los demás la presencia de Cristo. Cuando dejamos de lado nuestras propias necesidades y deseos para ayudar al prójimo nos convertimos en el rostro del Señor para ellos. Cuando seguimos el ejemplo de María y nos esforzamos por brindar consuelo, curación y esperanza a quienes nos necesitan, Cristo viene con nosotros. Así, los cielos destilan, las nubes hacen llover justicia y la tierra se abre de par en par para traer a nuestro Salvador.
En esta época del año, muchos de nuestros hermanos y hermanas están perdidos, se sienten solos o tienen miedo. Llevémosles a Cristo: dejemos de lado nuestras propias preocupaciones, frustraciones y dolores el tiempo suficiente para llevar consuelo, curación y esperanza a familiares, amigos, vecinos e incluso desconocidos. Al hacerlo, descubriremos que se satisfará nuestro propio anhelo del regreso de Cristo.
¡Que tengan una buena y bendecida Navidad! †