Cristo, la piedra angular
Hacer discípulos en nombre de la Santísima Trinidad
“Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28:20).
La semana pasada, en mis reflexiones sobre la solemnidad de Pentecostés, hice la siguiente observación:
La Santísima Trinidad se revela plenamente en la celebración de esta fiesta solemne (Pentecostés). El amor tierno y creativo del Padre, el poder redentor del Hijo de Dios, y la llama ardiente y el viento poderoso del Espíritu Santo se unen y llenan el mundo de gracia santificante. Como dice el catecismo, esta infusión de gracia divina inaugura la Iglesia, que es el signo sacramental del reino de Dios “ya heredado pero todavía no consumado.”
El domingo de Pentecostés es una celebración del don del Espíritu Santo, que todos los bautizados reciben como signo seguro de la presencia de Dios en nuestras vidas y en nuestro mundo. La solemnidad de la Santísima Trinidad, que celebraremos este domingo, nos permite vislumbrar quién es Dios, tanto en su vida interior como en sus manifestaciones exteriores para con los creyentes.
Decimos, y con toda razón, que la Santísima Trinidad es un misterio; nadie en la historia ha sido capaz de comprender plenamente el misterio trascendental que llamamos Dios, ya que la comprensión humana es demasiado limitada. Todos nuestros intentos de captar esta realidad suprema se quedan irremediablemente cortos. Incluso los pensadores más brillantes de entre nosotros, como Santo Tomás de Aquino, admiten de buen grado que nuestros intentos de comprender a Dios no pasan de ser nimios.
Sin embargo, lo que sí sabemos con la certeza de la fe es que ese Dios misterioso se comunica con nosotros. Se nos revela y comparte con nosotros quién es y cómo podemos llegar a conocerlo mejor: especialmente a través de nuestra oración, nuestra recepción de los sacramentos y nuestro servicio a los demás mediante las obras de misericordia espirituales y corporales. El Dios trino que adoramos no es remoto e inaccesible, aunque sea un misterio.
Como nos recuerda a menudo el papa Francisco: Dios está cerca de nosotros. Se revela en actos tiernos de amor, perdón y aliento que revelan su presencia y aseguran su participación en nuestra vida cotidiana.
La primera lectura del domingo de la Trinidad es del Libro del Deuteronomio (Dt 4:32-34, 39-40), en la que se destaca que solamente hay un Dios: “Reconoce y considera seriamente hoy que el Señor es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y que no hay otro” (Dt 4:39). Nuestra fe afirma con fuerza que, a pesar de nuestra tendencia humana de adorar a muchos dioses (que persiste aun hoy en día), el Dios verdadero es una unidad indivisa.
La segunda lectura (Rm 8:14-17) habla de Dios en términos de las relaciones que existen tanto dentro de Dios como entre nosotros. San Pablo nos dice que todos los miembros de la familia de Dios hemos recibido “el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: ‘¡Abba! ¡Padre!’ El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”
(Rm 8:15-17). El Dios trino es uno, pero Dios se relaciona con nosotros como Padre, Hijo y Espíritu Santo porque así es Dios: unidad en la diversidad, tres personas en un solo Dios.
El Evangelio de este domingo afirma que la Santísima Trinidad se revela plenamente cuando los discípulos reciben al Espíritu Santo. Antes de que Jesús regrese al Padre, comunica a los Apóstoles, y a todos nosotros, la “gran tarea” que sirve de misión permanente de la Iglesia en todos los tiempos y lugares:
“Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28:18-20).
El Dios que es misterio permanece siempre cerca de nosotros. Dios se comparte con nosotros (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y nos ordena hacer lo mismo, al hacer discípulos de todas las naciones en el santo nombre de Dios.
Pidamos la gracia de permitir que la Santísima Trinidad permanezca cerca de nosotros incluso en nuestros momentos de duda y confusión. Que el amor tierno y creativo del Padre, el poder redentor del Hijo de Dios, y la llama ardiente y el viento poderoso del Espíritu Santo llenen nuestros corazones con la sabiduría para hacer la voluntad de Dios, en los tiempos buenos y en los difíciles, y el valor para proclamar la presencia de Dios incluso cuando parece estar lejos. †