Cristo, la piedra angular
La muerte de Cristo y la resurrección: las máximas expresiones de la Divina Misericordia
¡Feliz Pascua de Resurrección! El Señor ha resucitado como lo prometió. ¡Aleluya!
El tiempo santo de la Pascua nos anima a depositar nuestra esperanza en el Señor Resucitado. Él está con nosotros incluso en las circunstancias más difíciles como el Señor de la Vida que ha vencido el pecado y la muerte para liberarnos. Su muerte y resurrección son las máximas expresiones de la Misericordia Divina. Cristo murió y resucitó para perdonarnos y salvarnos de nuestros pecados.
El segundo domingo de Pascua, que celebramos este fin de semana, se conoce también como el domingo de la Divina Misericordia. Este es uno de los temas favoritos del papa Francisco, y también sus predecesores, el papa san Juan Pablo II y el papa emérito Benedicto XVI hicieron énfasis en él. El hecho de que Dios sea misericordioso, además de justo, significa que los pecadores tenemos esperanza. Como rezamos en el Salmo 130: “Señor, si te fijaras en nuestros pecados, ¿quién podría sostenerse en tu presencia? Pero en ti hallamos perdón, para que seas reverenciado” (Sal 130:3-4).
La misericordia es posible gracias a un gran amor. Puesto que Dios nos ama tanto envió a su único Hijo a dar su vida por nosotros y por la sangre de Cristo hemos sido perdonados y redimidos. Fuimos liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte por el amor inagotable de nuestro Dios trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo), cuya misericordia es más profunda que el océano y cuyo perdón se extiende más allá de las estrellas del cielo.
La misericordia es un don que se debe compartir. Como vemos en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (He 4:32-35), la respuesta de los primeros cristianos a la misericordia que se les mostró fue compartir generosamente con los demás. “Y los apóstoles daban un testimonio poderoso de la resurrección del Señor Jesús, y la gracia de Dios sobreabundaba en todos ellos. Y no había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían terrenos o casas, los vendían, y el dinero de lo vendido lo llevaban y lo ponían en manos de los apóstoles, y éste era repartido según las necesidades de cada uno” (He 4:33-35).
La unidad entre nosotros exige misericordia: buscar el perdón de nuestros pecados, así como el perdón de los pecados cometidos contra nosotros; es el único camino hacia la paz duradera. En la lectura del Evangelio de este domingo, nuestro Señor resucitado hace la conexión entre el perdón y la paz cuando dice:
“ ‘La paz sea con ustedes. Así como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes.’ Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: ‘Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les serán perdonados; y a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados’ ” (Jn 20:21-23).
Si no somos misericordiosos con los demás—incluso con nuestros enemigos—nos consumirá constantemente el resentimiento y la ira, y no conoceremos la paz. Esto es cierto tanto para nosotros como personas, así como para los países. Si no somos capaces de perdonar a aquellos con los que no estamos de acuerdo (incluso si nos desagradan intensamente), no podremos tener unidad ni paz. Por eso Jesús dio a sus Apóstoles la autoridad de perdonar los pecados en su nombre. Dado que la resurrección de Cristo ha vencido el poder del mal, somos libres de despojarnos de nuestros miedos y extender a los demás la paz que solo puede venir a través del perdón de los errores del pasado.
En su histórica visita a Irak el mes pasado, el papa Francisco nos recordó con contundencia que la paz nunca puede llegar a través de la hostilidad y la violencia, especialmente en nombre de la religión. Solo a través del perdón y el reconocimiento en el amor de que todos somos hermanas y hermanos hechos a imagen y semejanza de Dios, el Rostro de la Misericordia, podremos alcanzar la paz.
“La piedra que los constructores rechazaron, ha llegado a ser la piedra angular. Su misericordia permanece para siempre” (Sal 118:22, 29). Construyamos un mundo mejor sobre los cimientos de Cristo, cuyo amor y misericordia son eternos. Celebremos con alegría este tiempo de Pascua confiando en que nuestro Padre será misericordioso con nosotros al perdonar a los que pecan contra nosotros.
Santa María Faustina Kowalska (1905-1938), hermana polaca de Nuestra Señora de la Merced, cuyas visiones místicas de Jesús inspiraron la devoción de la Divina Misericordia, rezaba: “Oh, Jesús mío, a pesar de la profunda noche que me rodea y de las oscuras nubes que ocultan el horizonte, sé que el sol nunca se apaga. Oh, Señor, aunque no pueda comprenderte y no entienda tus caminos, confío en tu misericordia.”
La Divina Misericordia vence todas las tinieblas ya que por ella, la luz de la gracia de Dios penetre incluso en los lugares más ocultos y vergonzosos de nuestro corazón y del mundo en que vivimos.
Con santa Faustina, y con todos los santos, proclamemos esta verdad fundamental: “El cielo y la tierra pueden cambiar, pero la misericordia de Dios nunca se agotará.” †