Cristo, la piedra angular
Se nos invita a seguir a Jesús en el camino de la cruz
‘Si alguno me sirve, sígame; donde yo esté, allí también estará mi servidor’ (Jn 12:26).
Este fin de semana celebraremos el quinto domingo de Cuaresma, lo que significa que la Cuaresma de 2021 está a punto de terminar. En poco más de una semana comenzaremos el Triduo Pascual, caminando con Jesús en el Vía Crucis.
¿Cómo podemos evaluar nuestro progreso hasta la fecha en este viaje cuaresmal? ¿Nos hemos renovado espiritualmente a través de las
prácticas cuaresmales de oración, ayuno y limosna? ¿Hemos crecido más cerca de Cristo a través de nuestras reflexiones sobre la Palabra de Dios? ¿Estamos siendo más fieles en nuestro discipulado misionero?
Las lecturas de las Escrituras del quinto domingo de Cuaresma nos brindan la oportunidad de examinar nuestro progreso como seguidores de Jesús. El examen de conciencia que se nos invita a hacer ahora que estamos bien adentrados en el tiempo de Cuaresma tiene que ver con la pureza de nuestros corazones.
Tal como lo establece el profeta Jeremías en la primera lectura (Jer 31:31-34), Dios ha hecho una nueva alianza con Israel. “Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón,” dice el Señor. “Porque todos ellos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán. Y yo perdonaré su maldad, y no volveré a acordarme de su pecado” (Jer 31:33, 34).
Reconocemos que la ley de Dios está escrita en nuestros corazones cuando seguimos los impulsos de una conciencia informada, y cuando “hacer lo más correcto” se ha convertido en algo natural para nosotros. Es cuando reconocemos la voluntad de Dios para nosotros sin vacilar ni dudar, incluso (o especialmente) cuando lo que se nos pide es doloroso o difícil de hacer.
La lectura del Evangelio de este domingo (Jn 12:20-33) nos dice que Jesús luchó contra las exigencias que le imponía su Padre. “Ahora mi alma está turbada—dice Jesús—¿Y acaso diré: “Padre, sálvame de esta hora”? ¡Si para esto he venido!” (Jn 12:27). Está claro que la ley de Dios estaba escrita en el corazón de Jesús. A pesar de los sacrificios que requería, Jesús se comprometió a cumplir su misión.
En la segunda lectura del quinto domingo de Cuaresma (Heb 5:7-9), descubrimos que cuando Jesús expresa: “Ahora mi alma está turbada” quiere decir que está experimentando una intensa angustia. Como nos dice el autor de la Carta a los Hebreos, “Cuando Cristo vivía en este mundo, con gran clamor y lágrimas ofreció ruegos y súplicas al que lo podía librar de la muerte, y fue escuchado por su temor reverente” (Heb 5:7). Dado que Jesús era plenamente humano, la perspectiva de soportar una humillación, una tortura y una muerte inimaginables en una cruz provocó “gran clamor y lágrimas” (Heb 5:7). Pero aceptó la voluntad de su Padre porque reconoció que “ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado” (Jn 12:23). Y como resultado “aunque era Hijo, aprendió a obedecer mediante el sufrimiento; y una vez que alcanzó la perfección, llegó a ser el autor de la salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5:8-9).
Todos los que obedecen la ley de Dios, como hizo Jesús, reciben el don de la salvación eterna. Pero las exigencias que se imponen a los seguidores de Jesús son serias. “Si alguno me sirve, sígame; donde yo esté, allí también estará mi servidor” (Jn 12:26).
¿Estamos listos? ¿Acaso la observancia de la Cuaresma nos ha preparado para caminar con Jesús en el Camino de la Cruz? ¿O todavía dudamos si dejar de lado nuestra cómoda existencia?
Como si respondiera a nuestras dudas, el Evangelio según san Juan nos recuerda con fuerza una de las mayores verdades de nuestra fe cristiana:
“De cierto, de cierto les digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; pero el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para vida eterna” (Jn 12:24-25).
A menos que nos rindamos como lo hizo Jesús, y a menos que estemos dispuestos a renunciar al ego, a nuestras posesiones y nuestra necesidad de controlar nuestras vidas, no podremos heredar la vida eterna. No podemos conocer la verdadera libertad ni la alegría mientras nos aferremos a la propia voluntad. A menos que tengamos el corazón puro y nuestras acciones sean verdaderamente desinteresadas, no podemos seguir a Jesús.
Durante estos días que quedan de Cuaresma, recemos:
“Dios mío, ¡crea en mí un corazón limpio! ¡Renueva en mí un espíritu de rectitud! [...] ¡Devuélveme el gozo de tu salvación! ¡Dame un espíritu dispuesto a obedecerte!” (Sal 51:10, 12).
Que nuestra observancia de la Cuaresma nos prepare el corazón para el sufrimiento, pero también para la alegría que se nos promete como fieles discípulos misioneros de nuestro Señor Jesucristo. †