Cristo, la piedra angular
Jesús: la esperanza que nunca nos defraudará
(Las lecturas del tercer domingo de Cuaresma—Ex 17:3-7; Rom 5:1-2,5-8; Jn 4:5-42—a las que se hace referencia en esta columna suponen la celebración de los escrutinios tal y como se indica en el Rito de Iniciación Cristiana para Adultos. Los escrutinios son ritos de autoindagación y arrepentimiento que tienen una finalidad profundamente espiritual. Nos invitan a una conversión de corazón y de mente).
La crueldad del mundo—ya sea en forma de pobreza, crisis de salud, agitación política o muchas otras causas de malestar personal y social—nos lleva con demasiada frecuencia a encerrarnos en nosotros mismos, a cerrarnos a Dios y a los demás. Al igual que el pueblo de Israel, perdido y desanimado después de muchos años de vagar por el desierto, sentimos la tentación de exclamar: ¿Por qué abandonamos Egipto? ¿Para sencillamente morir aquí de sed con nuestros hijos y nuestro ganado?
La vida es dura, pero eso no significa que nuestras reacciones también deban serlo. En efecto, como nos dice san Pablo en la segunda lectura, en Jesús hemos sido bendecidos con el gran don de la esperanza, “y la esperanza no defrauda” (Rm 5:5).
La base de nuestra esperanza es, por supuesto, el sufrimiento, la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Nunca hubo una situación más lúgubre, o aparentemente sin esperanza, que la pasión y muerte del Señor. Precedidas por la agonía en el huerto, donde Jesús derramó lágrimas de sangre, las dificultades a las que se enfrentó el Hijo único de Dios al final de su ministerio eran intolerables para los estándares humanos ordinarios. Únicamente la gracia de Dios podía transformar esa abyecta crueldad en un milagro de redención con consecuencias de largo alcance para toda la humanidad.
Como nos recuerda san Pablo:
“Porque, aún siendo nosotros débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Difícilmente muere alguno por un justo. Con todo, podría ser que alguno osara morir por el bueno. Pero Dios demuestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5:6-8).
Siempre que tengamos la tentación de sentirnos amargados o resentidos por las dificultades que debemos afrontar en nuestra vida personal o en la sociedad, se nos invita a recordar el hecho de que, cuando todavía éramos pecadores indefensos, Cristo murió por nosotros. Y en las palabras del estribillo del salmo de este domingo (Sal 95), se nos amonesta: “Si hoy escuchan su voz, no endurezcan sus corazones.”
La lectura del Evangelio cuenta la conocida historia de la mujer que encontró a Jesús en el pozo de Jacob en Samaria. Contraviniendo varios tabúes sociales, Jesús dialoga con esta extranjera (una mujer), y la convence, simplemente con el poder de su presencia, de que:
“Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed. Pero cualquiera que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4:13-14).
Aunque al principio se mostraba incrédula, la mujer le dice por fin: “Señor, dame esta agua para que no tenga sed ni venga más acá a sacarla” (Jn 4:15). Entonces, después de que Jesús le señala la verdad sobre su estado civil y, por implicación, sobre el estado de su alma, el corazón de la samaritana se desahoga y experimenta una auténtica liberación y una sentida alegría.
San Juan nos dice que, tras compartir su experiencia con otros: “Muchos más creyeron a causa de su palabra. Ellos decían a la mujer:—‘Ya no creemos a causa de la palabra tuya, porque nosotros mismos hemos oído y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo’ ” (Jn 4:41-42).
No importa las dificultades o el sufrimiento que debamos afrontar, no importa lo mucho que nos hayamos alejado del camino de la vida que conduce a la auténtica felicidad, estamos invitados a acudir a Jesús y a recibir su agua viva. Esta agua, que brota del Sagrado Corazón de Jesús como de una fuente inagotable de amor y misericordia, trae consigo la curación, el alimento, el consuelo y la esperanza que nunca nos defraudará.
El agua viva que da Jesús tiene el poder de curar todas nuestras heridas y de abrir nuestros corazones endurecidos. Mientras continuamos nuestro recorrido cuaresmal, desde los sufrimientos de la cruz hasta la alegría de la Resurrección, recordemos que Jesús conoce nuestro dolor y desilusión. Él ha caminado antes que nosotros por la vía dolorosa y nos ha redimido y liberado.
Señor, tú eres verdaderamente el Salvador del mundo; danos agua viva, para que nunca más tengamos sed. Danos el don de la esperanza en ti, para que nunca más nos sintamos decepcionados. †