Cristo, la piedra angular
La conexión esencial entre el amor y el sacrificio
Las lecturas de las Escrituras para el segundo domingo de Cuaresma nos hablan del amor sacrificado de Dios por nosotros. En la segunda lectura (Rom 8:31b-34), san Pablo nos dice que Dios no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó a los poderes de las tinieblas y de la muerte por nosotros. Esto refleja el popular verso del Evangelio de san Juan: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Este mismo amor sacrificado es el que Dios exigió a Abraham en la primera lectura (Gn 22:1-2; 9; 10-13; 15-18). Incluso sabiendo que Dios cede al final y evita que Isaac se convierta en un sacrificio humano a manos de su propio padre, seguimos estremeciéndonos ante la idea de que Dios le pida a cualquiera—mucho menos a su siervo más fiel—que entregue a su propio hijo de la forma más brutal que se pueda imaginar. Sin embargo, esto es exactamente lo que hizo el propio Dios Padre cuando envió a su único Hijo a sufrir y morir por nosotros.
En nuestra cultura contemporánea, tendemos a olvidar que existe una conexión esencial entre “amor” y “sacrificio.” Para amar realmente a otra persona, debemos estar dispuestos a hacer sacrificios, a renunciar a nuestras propias necesidades y deseos por el bien del otro.
Esto se aplica a las pequeñas cosas de la vida, como elegir no salir con los amigos, algo que realmente nos gustaría hacer, para poder pasar tiempo en casa con nuestro cónyuge e hijos. Pero también es cierto en los momentos más importantes de la vida, como la decisión de mudarse a otra ciudad, a pesar de que en verdad no lo queramos, porque nuestro marido o esposa tiene una oportunidad profesional única en la vida.
El sacrificio y el amor van de la mano. A pesar de lo que nos dice nuestra cultura, el amor egoísta o egocéntrico no existe. El amor significa dejar de lado nuestros propios deseos por el bien de los demás. Significa hacer sacrificios por un bien superior.
Esto no implica que las parejas sean personas sombrías e infelices que siempre ceden a los caprichos de los demás; por el contrario: el amor genuino es alegre y libre.
Podríamos incluso decir que el amor nos transfigura de personas esclavas de nuestros propios deseos en personas íntimamente conectadas con los demás, incluidos nuestros parientes, amigos y vecinos e incluso los extraños o los enemigos. Como ilustran muchas de las parábolas de Jesús, hay algo verdaderamente liberador en sacrificar nuestros propios deseos para beneficio de los demás.
La lectura del Evangelio del segundo domingo de Cuaresma relata la historia de la transfiguración de Jesús. Tal como narra san Marcos:
“Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y les hizo subir aparte, a solas, a un monte alto, y fue transfigurado delante de ellos. Sus vestiduras se hicieron resplandecientes, muy blancas, tanto que ningún lavandero en la tierra las puede dejar tan blancas. Y les apareció Elías con Moisés, y estaban hablando con Jesús” (Mc 9:2-4).
La conclusión de esta poderosa lectura nos ayuda a comprender mejor lo que significa la Transfiguración. Después de que Dios Padre expresó su total confianza en su amado Hijo, y de que los aterrorizados Apóstoles estuvieran seguros de que todo iría bien, Jesús les jura guardar el secreto. “Mientras descendían ellos del monte, Jesús les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto sino cuando el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Y ellos guardaron la palabra entre sí, discutiendo qué significaría aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc 9:9-10).
El amor sacrificado de Dios es lo que nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte. La aceptación por parte de Jesús de su misión de sufrir y morir por nosotros y entregarlo todo por nuestra salvación, confirma que realmente es el Hijo de Dios y que estamos llamados a imitar su amor abnegado.
La voluntad de Abraham de sacrificar a su hijo al Señor es recompensada con la promesa de Dios:
“De cierto te bendeciré y en gran manera multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar. Tu descendencia poseerá las ciudades de sus enemigos. En tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste mi voz” (Gn 22:17-18).
Y como demostró Abraham, la voluntad de sacrificar lo que amamos por un bien superior, incluso cuando no lo entendemos, es lo único que Dios nos pide.
Jesús demuestra con sus propias palabras y acciones que el amor, que requiere sacrificio, es su propia recompensa. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16). †