June 7, 2019

Cristo, la piedra angular

Ven, Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra

Archbishop Charles C. Thompson

“Si envías tu aliento, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104:30).

La solemnidad de Pentecostés que celebramos este fin de semana, 50 días después de la resurrección del Señor y 10 días después de su ascensión al cielo, es quizá el día más importante del año eclesiástico. Pentecostés ha sido llamado el día del nacimiento de la Iglesia, cuando un reducido y tímido grupo de seguidores de Jesús recibieron el aliento del Espíritu Santo y se convirtieron en testigos valientes e incansables (mártires) que predicaron la Buena Nueva de nuestra salvación hasta los confines de la Tierra.

Puesto que Pentecostés conmemora el don del Espíritu Santo que recibieron los discípulos y María, consideramos esta fiesta solemne como el único día del año eclesiástico en el que la tercera persona de la Santísima Trinidad se convierte en el foco de atención. En todas las demás festividades, el Espíritu Santo se hace presente pero no es el “foco de atención.” Desempeña una función esencial pero de apoyo durante la anunciación, en el nacimiento de Jesús y los años posteriores camino a la adultez, en su bautismo en el Jordán, el ministerio público, en su transfiguración, pasión, muerte y resurrección, pero únicamente cuando el Señor regresa con su Padre el Espíritu Santo asume su papel más destacado en la historia de nuestra salvación.

Pentecostés es la fiesta solemne de nuestro discipulado; más precisamente (tal como lo expresaría el papa Francisco), es el día en el que Pedro y los demás discípulos que recibieron el espíritu Santo aceptaron y pusieron en práctica la invitación del Señor de convertirnos en discípulos misioneros.

Antes de Pentecostés, nadie, con la posible excepción de María, la madre de Jesús, poseía el valor de enfrentarse al poder de la oscuridad que causó la pasión y muerte del Señor. Después de Pentecostés, los discípulos tímidos y temerosos renacieron; se trataba de los mismos hombres y mujeres, con los mismos defectos y debilidades personales, pero su forma había cambiado radicalmente. El poder del Espíritu Santo transformó a los discípulos que se habían reunido en torno a Jesús durante su paso por la Tierra, y los convirtió en intrépidos testigos públicos de su resurrección y ascensión al Padre.

Estos hombres y mujeres renacidos ardían de amor por Dios y el prójimo. Por la gracia del Espíritu Santo formaron una ecclesia, una reunión o comunidad (la Iglesia) y predicaron, sanaron y santificaron a lo largo y ancho de todo el mundo conocido en el nombre de Jesús, quien había sido crucificado por líderes religiosos y seglares de su época, pero que luego triunfó y se levantó de entre los muertos como signo de nuestra liberación del poder del pecado y de la muerte.

Muchos de estos primeros testigos pagaron el precio supremo; su testimonio no fue mejor recibido ni aceptado que las enseñanzas de su Señor y Maestro. Pero las semillas que plantaron brotaron y la Iglesia en la que se habían transformado sobrevivió a las persecuciones iniciales (y a las muchas que les sucedieron) y creció hasta convertirse en un fenómeno mundial que continúa prosperando hasta nuestros días, a pesar de los embates que ha sufrido desde dentro y fuera.

En efecto, esto es un misterio. Ningún poder humano habría podido provocar este desenlace ni podría haber impedido su destrucción por corrupción interna o enemigos externos. La Iglesia santa, católica y apostólica a la cual profesamos nuestra fe cada domingo es la obra del Espíritu Santo. Es el fuego vivo que ardió en Pentecostés y es el viento enérgico y conductor del renacimiento y la renovación que se desataron cuando Pedro y los demás discípulos se pararon por primera vez en la plaza pública y comenzaron a predicar en lenguas que todos los presentes podían entender.

Este domingo, regocijémonos en el don del Espíritu Santo y cantemos juntos la secuencia de la solemnidad de Pentecostés, Veni Sancte Spiritus:

Ven, Espíritu Santo,
y desde el cielo envía
un rayo de tu luz.

Ven padre de los pobres,
ven dador de las gracias,
ven luz de los corazones.

Consolador óptimo,
dulce huésped del alma,
dulce refrigerio.

Descanso en el trabajo,
en el ardor frescura,
consuelo en el llanto.

Oh luz santísima:
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda
nada hay en el hombre,
nada que sea inocente.

Lava lo que está manchado,
riega lo que es árido,
cura lo que está enfermo.

Doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío,
dirige lo que está extraviado.

Concede a tus fieles
que en Ti confían,
tus siete sagrados dones.

Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales el eterno gozo.
Amén.
Aleluya. †

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