Buscando la
Cara del Señor
A manera de elogio a los tantos sacerdotes que sirven fielmente
El domingo celebramos la Solemnidad de Cristo Rey y llegamos al final de otro año litúrgico. Resulta difícil creer que ha pasado ya otro año.
Me gusta la festividad de Cristo Rey porque en cierto modo resume todas las festividades del año litúrgico. Estoy parcializado ya que es también mi aniversario número 64 de haber recibido la Primera Comunión y, en la tarde, el sacramento de la Confirmación. Todavía recuerdo fragmentos de ambos eventos. También nos infunde alegría saber que estamos a punto de comenzar la temporada del Adviento y luego el júbilo de la Navidad.
Esta festividad constituye además la culminación de la temporada final y la reminiscencia de las “últimas cosas.” El Evangelio según San Lucas hace referencia al Reino de Jesús mientras se burlaban de él en la Cruz.
Asimismo, relata el acto de fe del buen ladrón: “Jesús, acuérdate de mi cuando vengas en tu reino” (Lc 23:42). Y Jesús le respondió: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23:43).
Anhelamos escuchar esas palabras en el momento de nuestra muerte. Y en esta época del año resulta provechoso reflexionar sobre el simple hecho de que algún día seremos llamados a la casa del Padre.
No sé por qué, pero mientras leía el Evangelio para la festividad de Cristo Rey, pensé en nuestros sacerdotes difuntos.
A raíz del sepelio del padre Patricio Commons, a finales de octubre, observé que han fallecido 77 sacerdotes desde que me convertí en arzobispo aquí. Deseo proponer que continuemos rezando por el descanso de nuestros sacerdotes difuntos.
En esencia somos los familiares que les sobreviven y ellos necesitan nuestras oraciones por su descanso como todos los demás. También convendría que intercediéramos ante el Padre por todos los sacerdotes difuntos que nunca conocimos y por aquellos que han sido olvidados.
Creo que existe la tendencia a subestimar el ministerio del sacerdocio. Los sacerdotes entregan los mejores años de sus vidas a Dios y para el bien del pueblo de Dios. En general, lo hacen generosamente y con buena disposición. Prometen obediencia y eso significa que no tienen control sobre su ministerio para la Iglesia.
Primero que nada, sirven en representación de Cristo, in persona Christi. Colocar la propia vida en las manos del obispo a veces resulta difícil. Hacerlo para el bien de la gente es admirable, pero no fácil.
Muchas veces he pensado que la promesa más difícil que hace un sacerdote durante la ordenación es la de la obediencia. Renunciar a la capacidad de tomar decisiones en cuanto a la asignación de parroquias y otros ministerios a lo largo de los años constituye un reto a la virtud.
Y mientras más mayor es el sacerdote, la promesa de la obediencia se convierte en una prueba aún más ardua. Me maravilla cómo la mayoría de nuestros sacerdotes acepta la obediencia que se les exige con abundante generosidad. De esta promesa emana una confianza profunda y muchísima humildad.
No deseo seguir haciendo referencia al escándalo del abuso sexual de menores, pero ha sido una cruz muy pesada para aquellos de nuestros sacerdotes que son totalmente inocentes de este pecado tan grave. Sin embargo, muchas personas no son conscientes de que la cantidad de sacerdotes culpables de esta atrocidad es muy reducida.
Me disculpo en su nombre, tal como lo he hecho anteriormente, y les aseguro que en nuestra Arquidiócesis se toma muy en serio la protección de los menores. No obstante, también deseo enaltecer a los muchos sacerdotes que sirven día tras día con un corazón bondadoso.
No sé si mucha gente está al tanto de que durante la cena anual “Opportunity for Excellence” (Oportunidad para la excelencia), Marian University presentó a los sacerdotes de la Arquidiócesis el galardón corporativo Franciscan Values Award. Acepté el galardón en el nombre de nuestros sacerdotes y lo hice con orgullo.
Se me ocurrió que, como grupo, raramente se brinda reconocimiento a nuestros sacerdotes por su ministerio cotidiano e inadvertido. Pero tampoco se nos ordena con la expectativa de recibir reconocimiento alguno.
Cuando aceptamos el llamado al sacerdocio, intentamos hacerlo con un espíritu humilde y no pedimos mucho a cambio.
Asimismo, quisiera resaltar que somos muy conscientes de que numerosos miembros laicos, así como también hombres y mujeres religiosos consagrados, junto con muchos diáconos permanentes, sirven a Dios y a Su pueblo, quizás de un modo aún más generoso que nosotros. Y reconocemos que todos debemos servir conjuntamente para el bien común.
No era mi intención avergonzar a nuestros sacerdotes, pero lo que es justo, es justo. Simplemente parece adecuado que de vez en cuando nuestros sacerdotes que trabajan tan arduamente reciban un reconocimiento. †