Buscando la
Cara del Señor
Debemos ser portadores de esperanza en nombre del ‘hombre en la Cruz’
(Décimo segundo de la serie)
Estabas allí cuando inclinó la cabeza y murió?”
La décima primera estación en el Calvario marca la muerte de Cristo. Nos recuerda la epístola de San Pablo a los Filipenses: “Y hallándose [Jesús] en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2:8).
En su Vía Crucis (Scepter Press, London, 2004), San Josemaría Escrivá de Balaguer reflexionó: “Ya han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.
“No era necesario tanto tormento. Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada. … Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber corresponder?” (p. 95).
San Escrivá continuó: “Una Cruz. Un cuerpo cosido con clavos al madero. El costado abierto. … Con Jesús quedan sólo su Madre, unas mujeres y un adolescente. Los apóstoles ¿dónde están? ¿Y los que fueron curados de sus enfermedades: los cojos, los ciegos, los leprosos?... ¿Y los que le aclamaron? ¡Nadie responde! Cristo, rodeado de silencio” (Ibid., pp.105-106).
Resulta importante meditar sobre esta escena de Cristo en la Cruz. En el Calvario se nos llama a considerar si prestamos atención a las necesidades de los enfermos, los discapacitados y de todos aquellos hermanos y hermanas que se encuentran “rodeados de silencio,” especialmente los que están cerca de nosotros y si somos fieles en nuestra consideración para con ellos.
Mi amigo, el Obispo Peter Sartain, me contó de una extraordinaria litografía que encontró en Asís. Jacques Tissot, un artista francés del siglo XIX, produjo una colección de litografías tituladas “Lo que nuestro Salvador vio desde la Cruz.”
Una de las litografías ilustra una perspectiva de una multitud vista desde la Cruz. Estamos viendo a través de los ojos de Jesús. El artista nos hace posar la mirada directamente en los ojos de María, la otra mujer afligida y Juan, el amado joven discípulo.
Y la escena está repleta de una asamblea variopinta de personajes: Un soldado romano en guardia con aire desafiante; pastores agachados sujetando sus cayados; tres hombres (¿los tres reyes magos?) en caballos con monturas lujosas; hay unos ancianos con aspecto solemne observando casualmente desde atrás; hay hombres y mujeres comunes que se vieron involucrados accidentalmente en los acontecimientos sombríos; los transeúntes que miran tontamente con curiosidad. Jesús los ve desde la Cruz.
Una de las características más cautivadoras de la pintura es que su punto focal se encuentra fuera de sus límites. De hecho, uno percibe rápidamente que cada personaje le está viendo a usted, el espectador. ¿Acaso es Jesús el punto focal: O soy yo?
Jesús es el punto focal. Pero con una sutileza brillante el artista nos convierte también a nosotros, los espectadores, en el punto focal porque la multitud parece estar observándonos. Lo que emerge es una suerte de identificación de nosotros, los espectadores, con Jesús: Contempla desde la Cruz a aquellos por quienes dio su vida y nosotros les vemos a través de sus ojos. Al mismo tiempo y debido a que naturalmente nos vemos reflejados en la multitud, se nos ocurre que nos estamos viendo a nosotros mismos a través de los ojos de Jesús.
Acaso no es cierto que el propio significado de nuestras vidas esté al corriente con una visión de la Cruz, con “el hombre en la Cruz.” No podemos menos que sentirnos conmovidos por una tristeza de amor.
San Escrivá, reflexionando más profundamente sobre la crucifixión, expresó: “También tú puedes sentir algún día la soledad del Señor en la Cruz. Busca entonces el apoyo del que ha muerto y resucitado. Procúrate cobijo en las llagas de sus manos, de sus pies, de su costado. Y se renovará tu voluntad de recomenzar, y reemprenderás el camino con mayor decisión y eficacia” (Ibid., p. 106).
En otra parte, San Escrivá resaltó: “¡Qué hermosas esas cruces en la cumbre de los montes, en lo alto de los grandes monumentos, en el pináculo de las catedrales! Pero la Cruz hay que insertarla también en las entrañas del mundo.
Jesús quiere ser levantado en alto, ahí: en el ruido de las fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la quietud de los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en los estadios ...” (Ibid., p. 96).
Por nuestro llamado a la santidad cristiana, debemos ser testimonio del maravilloso amor de Jesús en la Cruz dondequiera que nos encontremos. Podemos ser portadores de esperanza en nombre del “hombre en la Cruz,” y debemos hacerlo. †